Todos tenemos influencias. Libros, cómics, música, cine, videojuegos, teatro, pintura, escultura… la lista puede
ser tan larga como cada uno quiera. Todas las artes tienen algo en común:
transmitir un mensaje a través de una narrativa. Algunas están más abiertas a
la interpretación que otras, como la pintura abstracta, y otras pueden ser muy
directas y simplistas, como el cine. La simplicidad o complejidad de una obra
suele venir dada por la intención del autor, aunque se dan también casos en los
que los espectadores aprecian significados alternativos y más profundos a obras
realizadas sin esa intención inicial.
Lo que me gusta de la escritura es
que tiene una narrativa tan interpretativa como un cuadro abstracto o el arte
conceptual, pero lo puedes camuflar como una obra sencilla y con un mensaje
claro y directo, haciendo que lo pueda disfrutar tanto un lector casual, que no
suele pasar del mensaje superficial y apenas se lo lee una vez y no reflexiona
sobre lo que ha leído, tanto como un lector veterano que sea capaz de ver más
allá de las apariencias y llegue a disfrutar desgranando cada capa y siendo
consciente del simbolismo oculto de la obra.
Sin embargo, a pesar de que el cine
tenga una narrativa tan limitada y condensada, por eso no quiere decir que no
pueda ser profundo y tener varios niveles narrativos. Lo que la escritura debe
describir, el famoso “muestra, no cuentes”, el cine lo puede mostrar incluso
sin palabras. Un montaje acertado hace que las imágenes que se muestran nos
transmitan el mensaje. La frase “una imagen vale más que mil palabras” es
completamente válida y certera, aunque también es fundamental que los creadores
de esas imágenes, al rodarlas, montarlas y editarlas, se manejen con una
habilidad tal que esas imágenes resuenen con el tema que se está tratando.
Por poner un ejemplo, imaginad un
camino de tierra solitario, con campos de cultivos a cada lado. Un enorme
turismo negro avanza por el camino. Cuando lo vemos notamos que es un modelo
antiguo, de los años treinta o cuarenta. Levanta una gran cantidad de polvo
debido a que la tierra del camino está seca. Pasamos al interior de la casa,
donde una mujer está fregando los platos mientras desde la ventana que hay
frente al fregadero se aprecia como el coche negro avanza por el camino de
tierra. De la ventana cuelga un pequeño pendón rojo y blanco, con cuatro
estrellas azules. Los colores de la bandera de Estados Unidos. La mujer, de
algo más de cuarenta años, continua su tarea con esmero hasta que repara en que
el coche se dirige hacia su granja, hacia su casa. El coche continúa avanzando
a trompicones por el camino de tierra, ya muy cerca de la casa. La mujer baja
un poco el visillo de la ventana para seguir con la mirada al coche y vuelve a
dejarlo para encaminarse a la puerta y abrirla antes de que el coche llegue.
Abre la contrapuerta visiblemente alterada y se para en el porche de la casa.
El coche gira mientras se para y podemos ver una gran estrella blanca en la
puerta del pasajero. De la puerta del pasajero se baja un hombre con uniforme
de gala verde y de la parte trasera se baja un sacerdote. Al ver a estas personas,
la mujer trastabilla unos pasos y termina por sentarse en el suelo al fallarle
las piernas. El sacerdote y el militar se acercan y se agachan ante ella,
tomándola el sacerdote de la mano.
Esta escena de Salvar al soldado
Ryan no necesita diálogos ni a un narrador que nos diga lo que está pasando,
sino que cuenta su historia a través de imágenes y la interpretación de sus
actores… y no dura nada más que un minuto y cuarenta y siete segundos. Es
precisamente eso lo que quiero aprovechar del cine en mi estilo de escritura.
No es que diga que quiero ser cinematográfico, sino que cuando toque mostrar,
las escenas que muestre tengan una narrativa con tanto impacto como ésta.
Quiero que cuando leáis una de mis historias las imágenes acudan a vuestra
mente.
Es evidente que, aparte de esta
narrativa cinematográfica, el cine ha influido mucho en mí y en todas las
generaciones que hemos vivido desde los últimos cien años. Sin embargo, lo
último que quiero es abusar de ello y que se me peguen sus peores defectos. No
quiero convertirme en el David Cage de la escritura o en el Kojima de las
letras.
Sin embargo, la máxima es “muestra
y no cuentes”, así que el truco está en cómo hacer para mostrar y no contar,
pero a la vez sin que se nos vaya de las manos y quede algo muy recargado,
lento y poco accesible. Yo lo cambiaría por “Cuenta cuando quieras que la trama
avance y muestra cuando quieras profundizar”. Contar no es siempre malo y
mostrar no es siempre bueno.
Al contar, en la mayoría de los
casos, un narrador omnisciente y extradiegético detalla los sucesos
importantes, las reacciones de los personajes y sus pensamientos superficiales.
Esto hace que la historia avance con agilidad, ya que su objetivo es contar la
historia principal, no pararse a comprobar los motivos personales de cada
personaje ni las circunstancias que rodean cada detalle de la historia. Digamos
que, al contar, vamos al grano.
Sin embargo, como en las relaciones
amorosas, no todo consiste en ir al grano, porque si se abusa de ello, se corre
el riesgo de ir demasiado deprisa y tratar de alcanzar el clímax cuando el
lector no está aún preparado. Mostrando ciertas partes de la historia y de los
personajes provocas un desarrollo más profundo y posibilitas que el lector
empatice con los personajes, lo que a su vez crea una mayor tensión dramática
cuando todo esté a punto de estallar, metafóricamente hablando. Si no has
conectado con un personaje te va a dar igual lo que le pase.
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